Fue al empezar la adolescencia cuando empecé a no comer carne. Cortaba las hamburguesas en trozos extremadamente pequeños para embutirlos dentro de un codo de pan; escondía el bistec dentro de un yogur de fresa vacío y lo disimulaba con la tapa, aún con restos del lácteo rosado; y en el comedor de la escuela intercambiaba mi ración de estofado por las lentejas de mis amigas.