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A principios del 2005 mis padres compraron un modesto apartamento en Deltebre, el centro geográfico del Delta del Ebro. Debía ser finales de invierno la primera vez que lo visitamos los cuatro juntos, con mi hermana pequeña, y todavía nos recuerdo sentadas en el suelo sobre una manta esperando que llegara el nuevo sofá. A pesar de tener solo 13 años, recuerdo estar pasando un momento vital muy duro, y sentí que aquello era un castigo rotundo. Uno más de los que ya me habían caído encima.

Y es que solo podía fijarme en lo ruidosa que era la calle principal, con coches pitándose día y noche para saludarse mientras recorrían los pocos quilómetros que separan los dos pueblos de Jesús y María y La Cava; en los solares con construcciones a medio hacer, completamente abandonados y sucios; en las molestas piedras que cubrían todas las playas y las viscosas algas que se me pegaban en las piernas al bañarme; y en lo desolador que era en invierno, con el viento azotando los árboles y silbándome en los oídos hasta darme migraña. Lo detestaba hasta tal punto que, al hacer mayor y poderme quedar sola en casa, me inventé millones de excusas para evitar ir.

Tras 15 años de relación tumultuosa, gracias a la pandemia del Coronavirus y al confinamiento que me retuvo en Barcelona más tiempo del que hubiese deseado, este verano finalmente aprendí a valorar la belleza de este lugar. Recuerdo la sensación al relajar la vista cuando atravesamos la Ametlla de Mar con el coche y salimos, finalmente, a la llanura de los campos de arroz. Literalmente habíamos huido catapultados de la ciudad por un posible segundo confinamiento domiciliario. Empaquetamos toda nuestra ropa de verano y el equipo de trabajo, y llegamos al sur justo cuando ya caía el sol y los mosquitos se animaban.


Deltebre, el centro del delta

Recapitulo hasta la primera vez que paseé con mi padre a lo largo del río Ebro. En esa época el paseo no estaba asfaltado, era un camino asilvestrado y si te asomabas a la orilla podías ver todo tipo de residuos, incluso lavadoras amaradas en el lodo. Quizás por eso la gente del territorio siempre me había parecido ruda y descuidada, aunque con el tiempo he entendido que no podemos generalizar ni dejarnos llevar por la demagogia.

Pero el 2010 mi percepción cambió: construyeron el puente de Lo Pasador, que unía Deltebre con Sant Jaume d’Enveja, en la comarca del Montsià, y urbanizaron toda la orilla del Ebro. Construyeron un bonito paseo a cada lado del río, con una zona asfaltada para bicicletas y otra de tierra para correr o pasear, con estructuras de madera para pescar y el canal de regadío de los campos anexos acompañándolo en paralelo.

Fue el primer lugar donde llevé a Joan, que nunca había estado allí, después de nuestro primer día de teletrabajo en el delta. Recorrimos la orilla de la comarca del Baix Ebre en bicicleta, fotografiando libélulas y los reflejos del sol en el río. Nos tomamos un champú en Lo Mirador con vistas a la Illa de Gràcia y disfrutamos de la paz y la libertad de ese momento. Soñé en mudarme allí, aunque solo fuera por unos microsegundos.


Mentalmente para mí, el Delta del Ebro se divide en playas del sur y playas del norte. El sur es salvaje, nudista y dorado, mientras que el norte es más áspero, de arcilla y cantos rodados, de sombras de pino y cangrejos entre las rocas.

Las playas del sur del Delta del Ebro

Riumar, la playa de las dunas

Muchos la consideran la playa de Deltebre, ya que la urbanización donde se encuentra pertenece al municipio y es la más cercana en línea recta. Cuando era pequeña era la playa comodín: cuando no sabíamos dónde ir o no queríamos conducir, siempre acabábamos en Riumar.

Separada de la civilización por un paseo asfaltado y una franja de dunas naturales, la playa es larga y ancha. Se llega a ella por unas pasarelas de madera que serpentean entre los médanos. Su ambiente es familiar: niños franceses, italianos e incluso ingleses chapotean en la orilla y construyen castillos de arena mientras los mayores juegan al vóley o vuelan cometas.

Es la playa perfecta para pasear tranquilamente, con los pies dentro del agua, o bien para leer y ver la puesta de sol.


Migjorn, la playa salvaje

Cuando empezamos a veranear en el delta, la playa de Migjorn era mi favorita. Tenía una zona de barbacoas y pícnics que, aunque no utilizamos nunca, le daba un ambiente alegre y bastante populachero, y un bar donde tomar un refresco o un helado. Era un espacio bastante trascurrido, pero la gente solía agolparse en esa zona y el resto de la playa era toda para nosotros.

Cuando la visitamos de nuevo en 2020 poco había cambiado: la zona de jolgorio seguía siendo la misma y el resto de la playa parecía un oasis. Nos sentamos lejos del chiringuito, orientados hacia el sol de tarde, y practicamos nudismo mientras leíamos o buscábamos conchas cerca de la zona de nidación para pájaros autóctonos.

También encontramos restos del Gloria como cubos de la basura, botellas de plástico, palos de caramelo o bidones, que recogimos y reciclamos debidamente.


La playa del Trabucador

En el extremo más al sur está la playa del Trabucador, noticia desde hace tiempo por las consecuencias de los temporales de mar en su urografía. La estrecha lengua que conecta la playa y las salinas privadas fue devastada primero por el temporal Gloria del 2020 y más tarde por el Filomena, en enero del 2021. Actualmente se encuentra en estado de reconstrucción, razón por la cual la zona parece una obra en proceso, llena de camiones trasladando grandes cantidades de arena para restablecer el paso.

Al margen de los efectos del cambio climático, la playa del Trabucador tiene un encanto especial, ya que tiene dos orillas: la interior, con una charca de agua caliente y tranquila, muy llana y perfecta para chapotear, y la exterior más brava y activa, con agua más fresca y olas largas y suaves. En verano suele estar llena de familias y grupos de amigos que acampan con sus autocaravanas y esperan sentados en el porche para ver desaparecer el sol.

Joan tomó fotografías de la puesta de sol mientras yo charlaba con una antigua compañera de trabajo que había venido de visita desde Berlín (incoherencias europeas en tiempos de la Covid-19, como podéis ver).


Las playas del norte del Delta del Ebro

El Far del Fangar

De pequeña este paisaje me parecía lunar, con sus suaves dunas y sus pequeños hoyos de arena blanca. Recuerdo ver aparecer el faro al final de la playa, sentada en el asiento trasero del coche, y no poder evitar abrir la boca de asombro. Me alucinaba ver una construcción humana de semejante tamaño en ese paisaje tan inhóspito.

Este verano tuve la misma sensación que años atrás, con la única diferencia que ya no pude asombrarme desde el coche: esta playa es un espacio protegido para la nidación de los pájaros y no está permitido el acceso con vehículos. Es necesario aparcar en el Restaurante Vascos, al final de la carretera, y recorrer a pie los más de 4 km hasta el faro.

Las puestas de sol en la playa del Fangar son un espectáculo: el sol se esconde por la bahía y perfila el faro. Pero, si decides pasar allí el vespre, asegúrate de llevar anti-mosquitos porque al caer la noche saldrán en estampida. Spoiler: sí, a nosotros nos acribillaron y volvimos al coche corriendo por la playa a ciegas, sin ver dónde pisábamos, tapándonos con las toallas como pudimos. Y cargados con todos los plásticos y cristales que habíamos encontrado y recogido a la ida.


Els Capellans, la cala de la tranquilidad

De pequeña no podía entender por qué a mi madre le gustaba tanto esta playa. Suerte que me hice mayor en algún momento y empecé a disfrutar de la tranquilidad, de la sombra de los pinos y del color rojizo del paisaje. Está casi escondida en una curva y si no te detienes puedes pasarla por alto fácilmente. Quizás por eso esté concurrida mayormente por vecinos y autóctonos, o adoptados como nosotros, y casi nunca hay turistas.

Otro motivo que explicaría su baja popularidad son sus piedrecitas: es una playa abrupta y salvaje, aunque esté justo enfrente de las casas de veraneo. Lo mejor es utilizar unas cangrejeras para poder disfrutar de ella y bañarse sin dolor.


Caproig, una gran cala escondida

Otra de mis calas favoritas cuando era adolescente era la de Caproig. Como si fuera un socavón repentino en la roca, esta playa queda escondida a simple vista, ya que se encuentra por debajo del nivel urbanizado. Aun así, su ubicación no la hace menos transcurrida. Ancha, tranquila y de arena fina, es de la más turística de la zona. En agosto puede ser difícil encontrar un hueco en la arena para plantar la toalla entre todas las familias de alemanes, franceses y holandeses que la disfrutan.

Como siempre, uno de los mejores momentos es el atardecer, cuando la playa se queda casi desierta y aparecen algunos pescadores locales.

La oferta vegetariana en el Delta del Ebro es muy limitada, ya que casi todos los restaurantes centran su carta en el pescado local o bien en carne a la brasa. Aun así, en esta zona hay dos restaurantes a los que solemos ir y en los que puede encontrarse algo cruelty-free en la carta: el primero es el Bar Pepe, en la misma cala de Caproig, donde es posible tomar unas bravas y una ensalada a buen precio y con buenas vistas; y el segundo es el Restaurant Perales, justo al lado de la cala con el mismo nombre. Rodeados de pinos y olor a mar, es un placer poder sentarse en su terraza y disfrutar del buen tiempo y del mar.


Las playas del Perelló

Descubrimos esta zona tras varios años veraneando en el Delta del Ebro, siguiendo las recomendaciones de algunos conocidos locales. Aunque está un poco alejada de Deltebre, donde tenemos el apartamento, el trayecto en coche vale la pena. Aquí cada uno tenía su favorita: a mis padres les encantaba ir a las calas de Morro de Gos y La Buena, incluso tomar un vermut en el Chiringuito Pepe; mi hermana y yo preferíamos Santa Llúcia.

Cuando volví este verano, un conocido me recomendó por Instagram una calita más al norte y me pidió que no difundiera la localización. Es un rincón tranquilo que pasa inadvertido por su localización: en un desvío de una carretera secundaria, casi sin asfaltar, paralela a la vía del tren que recorre el litoral. Cuando llegamos, el temporal Gloria había hecho grandes destrozos en la playa, revuelta, sin arena y con muchísimos residuos entre sus rocas. Decidimos sentarnos en lo alto de una piedra, con los pies colgando, y disfrutar viendo el mar antes de empezar nuestra ya habitual recogida de basura.

Ojalá pronto vuelta a su forma habitual y podamos disfrutarla.


Las noticias sobre como el temporal Gloria y ahora el temporal Filomena han afectado esta zona del sur de Cataluña y, en especial, la barra del Trabucador, hacen que todavía valore más el Delta del Ebro. Muchos descubrieron esta parte del país que les había pasado desapercibida por su cercanía en el verano del 2020, después del confinamiento y durante la pandemia. Y ojalá entre todos aprendamos a cuidar y preservar el Delta del Ebro tal y como se merece.

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